jueves, 1 de septiembre de 2011

Cuerdamente loco. Capitulos 1 y 2.

CAPITULO 1

La línea que separa la locura de la cordura es especialmente fina, casi transparente.
En mi caso tan sumamente delgada que solo necesito un pequeño empujón para romperse.

Yo era una persona llamémosla “corriente”, un chico como cualquier otro.
Tenia amigos (pocos pero buenos), novia (ni muy guapa, ni muy fea), y familia (como la de todos, la que me había tocado en suerte).

Si es cierto que tenia un carácter algo difícil, huraño diría yo, tocapelotas lo llamaban otros, pero nada que hiciera presagiar aquello.

Todo se precipito cuando empecé a trabajar con gente “normal” en una oficina de “locos”.
Si, de locos, porque básicamente el trabajo consistía en hundir al compañero de al lado, pisotearlo si era posible, para así aparecer el primero del ranking que nuestro amadísimo jefe pintaba a diario en aquella odiosa pizarra blanca.
En la “ofi” los palotes no eran de azúcar, sino finas líneas negras pintadas tras el nombre de algún producto, y quien más palotes tuviera (el tonto del palote) era el mejor de todos.

 Así pasaron mis días durante varios años hasta que aquella presión insoportable empezó a pasarme factura y mi cabeza comenzó a gestar ideas extrañas.
Anhelaba poder ayudar al ultimo de la pizarra, deseaba no tener que engañar a nadie para ser el primero de la misma, me apetecía decirle al jefe lo grandísimo hijo de puta que era, asesinarlo, descuartizarlo y luego quemarlo….es cierto, tenia ideas muy raras en mi cabeza.

Ahora, pasado el tiempo, tengo claro que fue aquel lugar el que acabo por romper los finos hilos que me unían a la realidad, y que igualmente contribuyo a que quienes estaban a mi lado no supieran ver con claridad lo que me estaba ocurriendo a pesar de los signos evidentes.

Entre en un estado de apatía tal que me hizo pasar de los primeros puestos de la pizarra a un permanente ultimo lugar con el consiguiente enfado de mi jefe, enfado que acababa en rabia cuando al llamarme la atención mi respuesta era la indiferencia total y una enorme sonrisa de felicidad en la cara.

Abandone mi higiene personal, entrando en un estado próximo a la catatonia que me impedía realizar las tareas diarias más básicas.

Y entable conversaciones muy interesantes (cuando no, peligrosas o sin sentido) con aquellos chicos que se habían alojado en mi grisáceo y laberintico ático las veinticuatro horas.

Para entonces mi cuerpo había pasado de un todo en uno, a un todo en varios, y cuando me quise dar cuenta, un doctor de bata beige por lo ajada, barba negra teñida, cejas grises y pelo blanco, diagnostico mi enfermedad, “Esquizofrenia Paranoide Transitoria”.

No voy a decir que nos cogiera de sorpresa, mis pepitos grillos y yo hacíamos meritos para ello, se veía venir.
A quien le gusto menos aquello (o más) fue a mi empresa, la cual aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, decidió ponerme de patitas en la calle.

Y como se suele decir que las desgracias nunca vienen solas, a mi novia tampoco le pareció bien compartirme con tantos inquilinos que no podían pagar la hipoteca, y pocos días después nos invito a todos a abandonar nuestra casa sin un céntimo en los bolsillos.

Los amigos ya hacia tiempo que los había perdido, así que de repente me encontré solo, aunque acompañado constantemente.

Decidí recurrir a la familia.

Con mis padres no podía contar, ya que hacia un par de años que disfrutaban de una bonita casa de recreo con vistas a un gran cartel luminoso que, aunque ya no eran capaces de entender, rezaba en letras verdes de neón: “Hermanos Hospitalarios de San Juan de Dios”.

Solo me quedaba por tanto mi único hermano, con el que había roto relaciones aquella vez que sin querer prendí fuego en el salón de su magnífica casa de “La Moraleja”.
Un pequeño incidente sin importancia, si tenemos en cuenta que yo solo pretendía acabar con aquella hilera de hormigas cabezonas que atravesaban su preciado “chaise longue” de piel marca "Divato".
Su mujer, lejos de agradecérmelo, monto en cólera al ver que apaga aquel pequeño conato de incendio con su impresionante abrigo de marta cibelina.

No perdía nada por intentarlo, así que tire de móvil y lo llame.

-       Javier – le dije- , veras, resulta que según un reconocido doctor vengo a estar, sic, como una puta cabra. Temporalmente, cierto, pero como una puta cabra. Yo no conozco muchas cabras putas, ni santas tampoco, pero se ve que en mi trabajo no gustan estos animales y tras hacerme firmar una carta me dieron cinco minutos para recoger mis cosas. A María, si María, mi novia, ¿te acuerdas de ella?.... Bueno es igual, a lo que iba, que a María tampoco le ha gustado el diagnostico y ha cambiado la cerradura de nuestra casa. ¿Tu no tendrás una habitación para quedarme unos días?............ Oye Javier, ¿sigues ahí?....... “tutututututututu”….

Tras tan fructífera conversación me quedo claro que tendría que buscarme la vida yo solo, por lo que centre mis pensamientos en lo más importante para mí en esos momentos, comer algo que apaciguara mis protestonas tripas.

Fue justo así como acabe encontrándome con aquel aterrador payaso dedicado a la restauración de alto standing, Ronald McDonald.


CAPITULO 2

Ronald… el maldito Ronald… solo decir su nombre me produce escalofríos.

Aquel maldito payaso era el causante de que a mis taitantos años no hubiera una sola noche en que no despertara sobresaltado por una horrible pesadilla recurrente.

En ella, unos inmensos zapatones rojos de payaso me perseguían sin tregua hasta hacerme caer a un precipicio cubierto en su fondo por cientos de Happy Meal’s y McFlurry’s.

Todo por aquella vez que, justo en mi noveno cumpleaños, mi madre tuvo la genial idea de celebrarlo junto a todos mis amiguitos en aquella hamburguesería.

Ronald apareció frente a mi justo en el momento en que me cantaban el “japiberdeituyu” y yo me disponía a apagar las velas, con aquella espantosa sonrisa roja pintada en su cara blanca.
El susto fue de tales proporciones que en mi retirada agarre la tarta, con tanta mala suerte que resbale cayendo la misma sobre mi cara.
Aun resuenan en mi cabeza las risas de todos los tragaterneras y zampapollos que allí se encontraban… “asín caguen sandíanterah con el rabo y tó”… asín se les caiga la picha a trosos…


Y ahora, allí estaba el, en la puerta del “Templo de la Carne”, la “Catedral de las Papas Fritas”,  el “Mausoleo de la Ternera y el Pollo”….

La boca se me hacia agua, y a pesar del miedo atroz que sentía, mi hipotálamo me jugo una mala pasada y cuando quise darme cuenta estaba encarado con aquel terrorífico clown junto a varios niños que le pedían globos sin parar.

Por un momento quede petrificado, absorto ante aquella cara demoniaca, hasta que Ronald con voz socarrona dijo:

-         Hola José María, ¿qué es tu cumpleaños?, ¿quieres un trozo de tarta?, ¡JAJAJAJAJAJAJAJA!

No, aquello no podía estar pasando, tenia que ser fruto de mi locura, una alucinación, un delirium tremens sin alcohol… pero por si las moscas le arree un crochet de izquierda que lo dejo knocaut al instante, tendido en el suelo con sus zapatones rojos apuntando hacia un cielo lleno de globos sueltos por niños que me miraban asustados sin saber que hacer.

Aquel puñetazo fue algo más que un buen golpe, significo una liberación, el adiós a un trauma infantil… pero no pude disfrutar demasiado del momento.
Para cuando quise darme cuenta, mis pies, mas inteligentes que mi cabeza, ya habían echado a correr, huyendo despavoridos justo delante de una turba enfurecida de gorras rojas con una gran M pintada.

No tarde demasiado en darles esquinazo, y tras recobrar el resuello mire a mi alrededor encontrándome, cosas del destino, con aquel puticlub al que tantas veces había ido con mi jefe mientras era su ojito derecho, “A tomar por copas”.

Aquello me hizo reflexionar sobre mis prioridades, y tras un intenso dialogo de mi pene con mis tripas, el primero acabo ganando y se llevo toda mi sangre a su terreno.

(continuara...)

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