domingo, 13 de enero de 2013

La deuda


Al despertar, posiblemente por el fuerte dolor de cabeza que tenía, note que aquella maldita luz de neón parpadeante ya no se filtraba entre las rendijas de mi ventana. La habitación estaba oscura como nunca antes lo había estado y curiosamente tras tantos años de farfullar y maldecir por esa iluminación rojiza de mi cuarto, me sentía un poco agobiado ante la falta total de claridad.

Por un momentome sentí ciego y sordo por la falta de sonidos, aunque caí rápidamente en la cuenta de aquellos cristales antiruidos que decidí instalar al poco de vivir allí.

Volví la cabeza para descartar la ceguera y suspire con alivio al ver parpadear las 3:30 en el despertador digital que había sobre mi mesita de noche.

Aun así presentía que algo no iba bien. Era la primera vez, desde que vivía en esta maldita casa, que el puticlub de abajo cerraba antes de las cinco de la mañana. Tal vez el “Angello” no era el mejor lupanar de Madrid, pero a clientela no le ganaba nadie. Quizás fueran sus cubatas a ocho euros, los más baratos de todas las güisquerías de la ciudad, o tal vez en su momento los grandes y famosos pechos de Susana. Las mejores tetas del ramo según reconocían puteros de postín, los mismos que antes pagaban por un rato de placer con ella, mi mujer.

Es curioso lo rápido que había pasado todo.

Cuando la conocí, sumido en una gran depresión, me costó cincuenta euros y una copa de güisqui, media hora con ella. Mi primera vez, mi primera mujer y en un lugar que por mis convicciones católicas había jurado siempre no pisar. Ella acababa de llegar de Rumanía  y para cuando se acrecentó su fama siguió ganando lo mismo pero su proxeneta subió el precio hasta los 100€. Esto en un club de alterne de segunda categoría era, digámoslo así, el tope de gama.

Fueron muchos cientos de euros los que gaste y en cada uno de ellos crecía en mí un sentimiento difícil de explicar. Tarde en reconocerlo, ya que nunca antes lo había experimentado. Cuando entendí lo que me pasaba, aunque confundido, no lo dude y una noche le pedí que se casara conmigo. Acabábamos de echar un polvo y era la primera vez que me atrevía a decirle unas palabras.

-          ¿Quieres casarte conmigo?, - le dije -.
-          ¿Pero está usted loco? Nunca abrió la boca, y, ¿lo hace para pedirme esto?...

Aquel día no dije nada más, me subí los pantalones y me marche rápidamente. Tras aquello no volví a tener sexo con ella durante meses. Subía a su habitación todos los sábados, previo pago, y durante los mejores treinta minutos de la semana charlábamos sobre su vida y la mía.

Me contó que había pagado mucho por venir a España con la promesa de poder trabajar aquí como empleada del hogar, pero que al llegar la habían metido en ese maldito antro y que si escapaba antes de pagar su deuda matarían a toda su familia. Me contó que era infeliz, que tenía mied, y que le daba asco lo que hacía pero que conmigo se sentía bien. Que yo era el único hombre con quien se encontraba segura.

Y un día, sin yo esperarlo ni volvérselo a preguntar, me dijo que sí, que quería casarse conmigo pero que no podía dejar aun su trabajo.

Me sentí tan feliz que la cogí en mis brazos y esa noche después de tantas con sexo y sin él, hicimos el amor.

Al día siguiente conté la noticia a mis padres y a mi único hermano con la esperanza de que la aceptaran de la mejor manera.

La primera en reaccionar fue mi madre y no asimilo bien la noticia.

-          ¡Con una puta!, ¡con una puta te vas a casar! ¿En que hemos fallado hijo, dime, en que hemos fallado tus padres? – gritaba mientras lloraba -

Mi padre fue todavía más duro.

-          Toda la vida pagándote unos estudios, una buena educación y ahora te vas con la primera pelandrusca que te la pone tiesa. Lárgate de esta casa y no vuelvas más.

Y mi hermano se burlo de mí.

-          Joder yayo y esta qué, ¿la chupa bien? Jajaja, ten cuidado no pilles la gonorrea, jajaja. Menudo pringao, te va a sacar hasta los ojos.

Yo mande educadamente a todos a la mierda, cerré la puerta de casa y me fui.

Peor fue convencer al dueño del prostíbulo de que, “su mejor empleada”, no volvería a trabajar allí. No iba a aceptar que aquel individuo siguiera explotándola.

-          Chico, esta es la que más dinero me deja, si crees que se va a ir de aquí sin más, sin pagar su deuda, estas muy equivocado. Tengo muchísimas chicas y no sería un buen ejemplo, ya me entiendes.

-          Sabe, -le dije, sacando valor de donde nunca lo tuve-, no me importa lo mas mínimo lo que le deba y menos aun me importa lo que puedan pensar sus chicas. Ella se viene conmigo y procure que nadie la moleste, o no dudare en denunciarlo y arruinarle la vida. ¿Me entiende usted?

Hubo muchos más insultos y amenazas mutuas, pero cuando comprendió que no me echaría atrás, no dijo nada mas, se limito a mirarme fijamente y a cruzar su cuello con su dedo índice.

Susana no volvió a pisar aquel lugar y cinco días más tarde nos casábamos en los juzgados de Madrid, solos, sin nadie que nos acompañara.

Podíamos haber alquilado cualquier otro piso pero decidimos quedarnos justo en este, enfrente mismo del “Angello”.

El mismo donde somos felices, el mismo que ahora está totalmente a oscuras, silencioso, el mismo donde hace un rato he despertado aturdido, algo desorientado, como si estuviera drogado.

Estiro mi mano para encontrar a Susana, para decirle que me encuentro mal, pero no hay nada al final de mi brazo, solo el vacio.

Me incorporo en la cama de forma súbita y de repente mi boca sabe a hiel y mis manos empiezan a temblar.

De un salto alcanzo la ventana, abro las persianas y de manera instintiva fijo mi vista en aquel letrero que tanto odio.

Esta oscuro, apagado, pero entre las enormes piernas cruzadas de aquella odiosa chica de neón puedo ver una silueta desnuda iluminada por las sirenas de varios coches de policía. Atada por sus muñecas a aquellos grandes tacones habitualmente rojos y ahora en penumbra. Crucificada de alguna forma a su particular Monte Calvario.

Sobre su cabeza, en forma de corona, su epitafio:

“Con la muerte, se acaban las deudas”