jueves, 26 de abril de 2012

La estación

Durante meses había podido verla en el mismo lugar.

La señora estaba siempre sentada junto a la escalera mecánica, con sus rodillas pegadas a la cristalera que, desde lo más alto de la estación, nos separaba de los trenes que abajo en las vías iban y venían continuamente.

Con la mirada fija al frente, sin inmutarse ante el constante trasiego de viajeros que pasaban a su lado ignorando su presencia.

La primera vez que la vi no le preste demasiada atención. Al fin y al cabo solo era una persona mayor que utilizaba su tacatá para descansar mientras, suponía, esperaba su tren.

Y es que yo siempre acababa bajando al andén,  en busca de mi vagón, mientras ella se quedaba allí.

Pero con el paso de los días mi curiosidad por aquella mujer se incremento, y mi mente empezó a formar historias unas veces alocadas, otras sin sentido, sobre el motivo de su estancia en aquel sitio. Justo en aquel sitio, ni un centímetro más a su derecha o izquierda, hacia delante o atrás, siempre el andador perfectamente alineado en las mismas baldosas.

Un día, obsesionado con ello, decidí perder mi tren con la esperanza de comprobar que la llevaba hasta aquel mirador de historias.

Durante un buen rato no paso nada. Ella continuaba allí, la vista fija, inmóvil.

Hasta que de repente observe como giraba su cabeza hacia la escalera mecánica a su izquierda.

Como un resorte me levante del asiento en que me situaba tras ella para poder ver lo que había despertado su atención. Nada, en ese momento la escalera estaba vacía, no había nada, ni nadie.
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Aunque ella parecía seguir con su mirada alguien, o algo, que subía hasta allí.

Y fue justo cuando su cabeza paro de seguir aquello que yo no veía, pero que ya estaba junto a ella, cuando la vi sonreír.

Levanto sus manos en un abrazo lleno de amor, se fundió en un largo beso inundado por lágrimas, y aunque con dificultad por el ruido que un cercanías formaba a su llegada, puede escucharla claramente decir… “Miguel”.

Tras esto, se levanto poco a poco, y parsimoniosamente arrastro su andador hasta salir de la estación.

Perdi el tren durante tres días más, y en ellos siempre ocurrió lo mismo. Como si de una coreografía se tratara.

Pense que la demencia senil había hecho mella en aquel frágil cuerpo, y decidí olvidarme del tema.

Pero hoy, la señora no está allí, las baldosas no están ocupadas y no hay rodillas que choquen con la cristalera.

Me monto en mi tren preguntándome que habrá sido de ella, y entonces un revisor se acerca hasta mí para pedirme el billete.

Se lo doy, pero no puedo evitar preguntarle.

- Perdone, no quisiera molestarle, pero supongo que también usted habrá visto la señora que todos los días se sienta en su tacatá, justo arriba. Hoy no se encuentra y me preguntaba que ha podido ocurrirle.

- ¿La Señora María? Hace meses que murió.

- Disculpe, creo que no hablamos de la misma persona. Es una señora muy mayor que aprovecha su andador para descansar.

- Señor, esta señora la conocíamos todos los que trabajamos aquí, y murió hace varios meses en el mismo lugar donde esperaba diariamente a su novio de toda la vida, Miguel, el cual hace muchisimos años que marcho en un tren y nunca volvió. No tiene más que hablar con cualquiera de mis compañeros y se lo confirmara, es una historia muy triste. Tome usted su billete
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Mientras el revisor se aleja tengo una sensación rara, de desasosiego. Me cuesta respirar mientras hilo los detalles…  Las mismas baldosas ocupadas, los mismos gestos siempre, el mismo tono de voz, las cientos de personas que pasaban a su lado sin mirarla…

Debo estar volviéndome loco, pero ha sido todo tan real, tan jodidamente real…


jueves, 19 de abril de 2012

Bigotes

Acostumbro a vestir un chaleco de punto rojo, bufanda naranja y pantalones de pana a juego, pero, soy un conejo de cuento. Y es que aunque en mi hogar se vivan batallas fantásticas entre dragones alados y caballeros enamorados de princesas cautivas en torres interminables, siempre me he sentido diferente al resto.

Entre las paginas donde vivo existen también sapos encantados en busca de un beso, enanitos que trabajan de sol a sol, madrastras malvadas, cerditos que hablan, lobos sedientos de sangre, patitos feos y bellos cisnes…  todos reunidos en el gran libro de cuentos ilustrado que cada noche lee Eva. Si, Eva, la niña que nos da vida.

Hasta esta noche Bigotes, que así me llamo, ha conseguido escapar de la mirada ávida de historias que recorre cada noche las hojas animadas de mi mundo.

A veces me escondo en el bosque encantado donde ronda la peligrosa bruja de la cesta, otras en la casa de chocolate de Hansel y Gretel, y la mayor parte de las veces opto simplemente por camuflarme tras la gran planta de habichuelas mágicas.

Mis planes, que hasta ahora he mantenido en secreto, hacen imprescindible que permanezca oculto de esos enormes ojos azules que una vez puesto el sol invaden mi hogar. Más aun cuando la leyenda cuenta que si eres visto por ellos, tus trazos y colores permanecen para siempre en este lugar. Algo que no estoy dispuesto que ocurra.

Tome la decisión de escapar aquella vez que, huyendo del ejército de naipes de la Reina de Corazones, acabe por topar con una interminable pared blanca. Aquel descubrimiento me hizo comprender que esta morada que yo creía sin fronteras, este lugar donde ocurren hechos inexplicables, es sin embargo una prisión de la que nunca podré salir.

Y, aunque una vez cerrado el libro cada noche todos mis compañeros se mezclan creando nuevas historias,  dibujando cuentos aun no escritos, contándose fabulas con moralejas insólitas…  incluso así, teniendo la suerte de vivir en este mundo fantástico, no he vuelto a ser feliz tras descubrir el muro de papel.

Por ello, mientras permanezco escondido a la espera de que el sol nocturno y diario se apague, mientras que mis compañeros aprovechan ese momento para jugar a ser escritores de sus propias historias, dibujantes de sus propios trazos, editores de sus relatos… mientras ocurre todo esto, yo, Bigotes, observo detenidamente las costumbres de nuestra dueña.

Lo habitual es acabar en una estantería escoltado por dos libros infranqueables. Uno llamado “La Historia Interminable”, y desde el cual en ocasiones puedo oír un ruido semejante al batir de alas de los dragones que conviven conmigo. Otro, llamado “Peter Pan”. En este último debe haber muchos niños, ya que escucho risas continuamente. Y, muy de vez en cuando, parece que hubiera una lucha a espada entre un adulto y alguno de estos niños. Se ve que no se llevan nada bien.

Pero hay días, mejor dicho, noches, en que ella acaba por dormirse abrazada a nuestro hogar, rendida por el sueño y las emociones de la lectura que le brindamos.

Hoy es uno de ellos, y es por eso que, nervioso ante mi posible fuga, he esperado hasta asegurarme que está profundamente dormida.

¡Un momento!.. ahora, ahora afloja la presión de su brazo alrededor de la puerta de entrada a nuestro mundo.

Doy un paso, otro, ¡otro!, y de repente el olor a lápices de colores y tinta de imprenta desaparece.

¡SI!, una bocanada de aire fresco entra a mi pecho inundando todos mis sentidos, siento la suavidad de la piel de Eva al acariciar su mano… Me siento vivo, recién nacido. Desciendo rápidamente agarrado a los pliegues de las sabanas que cuelgan de la cama, y consigo llegar hasta el balcón abierto que me llevara al exterior de lo que hasta ahora ha sido mi cárcel.

Miro hacia lo desconocido, hacia mi libertad, y… ¿qué es eso?... ¿pero qué ocurre?... ¿por qué ese hombre da una patada a aquel perro?... ¿y aquellos… por qué se gritan, por qué se empujan?... Oh, no, ¿qué es ese ruido espantoso de lo que parece un carruaje metálico?... ¿Y la luna?... ¡No puedo ver la luna!… ni las estrellas,… solo cemento y cristal.

¡Espera!..., no te despiertes, aun no, quiero volver con la Bella Durmiente, con Alicia y sus locos amigos, con la espada encantada… quiero volver al lugar donde todos jugamos continuamente a ser actores para ti… donde los villanos se dejan perder ante ti pero cuando cierras tu libro se sientan alrededor del fuego con sus príncipes, donde el lobo huye ante el mismo cazador con el que después ríe recordando el final del cuento. Donde no existe la malicia.

Abre tu brazo para que pueda entrar de nuevo, y, cierra el balcón. Que nunca entre nadie en tu habitación, que nadie manche nuestro pequeño universo, que nadie acabe con tu inocencia.

Y por favor, encuéntrame entre las páginas de tu libro de cuentos, que tus ojos me fijen para siempre en ellas.