domingo, 15 de enero de 2012

Claustrofobia

La sensación de llegar a fusionarme con la multitud se acrecentaba por momentos.

A mi alrededor se encontraban miles de litros de grasa, cientos de olores, y alguna que otra prótesis de silicona que se restregaba insistentemente contra mi codo, por lo que con una visible erección y abandonado a mi suerte,  asumí que la unión molecular sería inminente.

En un último gesto de vanidad, que no de supervivencia, conseguí por un momento liberar la cabeza de la axila pestilente que a modo de mordaza llevaba minutos haciéndome una llave perfecta digna del mejor luchador grecorromano, y que, sin tregua alguna, me obligaba a llevar mi nariz pegada a la espalda de quien yo imaginaba podía ser algún obrero de la construcción por la textura hormigonada de su jersey.

Así fue como se hizo la luz por un momento, permitiéndome observar con mas detalle los especímenes, y objetos, que me acompañarían en aquella metamorfosis no deseada.

Nunca he sido especialmente exigente en ningún aspecto de mi vida, pero debo decir que aquella visión consiguió llevarme rápidamente a un estado depresivo profundo, similar al que me llevo descubrir el origen de aquellos extraños ruidos nocturnos que provenían de la habitación de mis padres.

Y es que aquello más que una masa ingente, que también, era una masa amorfa de la que no podía resultar nada bueno.

Anoréxicos y bulímicos, cuerpos perfectos e imperfectos, indescriptibles siluetas, carritos de bebe, bicicletas de montaña y de carreras, sillitas de rueda, periódicos gratuitos, auriculares cerillosos y eczemas varios se agolpaban, entre otras cosas, en aquel espacio reducido.

Intente en un gesto desesperado zafarme de todo aquello. De la axila pestilente del luchador que de nuevo se aferraba a mi cuello, del áspero chaleco del albañil, del pecho neumático de quien parecía ser una meretriz a punto de jubilarse, del trasero caído del adolescente rebelde, de las rodillas temblorosas del jubilado... Pero todo fue inútil.

Cerré los ojos con resignación deseando que todo ocurriera rápidamente, y fue justo en ese momento cuando una voz femenina susurro las palabras mágicas que acabarían salvándome…

“Próxima parada, Sol”